LA CIUDAD DEL PASADO, DEL
PRESENTE Y DEL PORVENIR
Por CARLOS RAUL
VILLANUEVA
3era Conferencia. Dictada
en el Museo de Bellas Artes de Caracas el 2 de julio de 1963.
Señoras y
señores:
Toda
civilización ha sido y es eminentemente urbana. Y voy a adelantar de una vez
que creo no existan razones para que no lo sean también en el futuro. La
presencia humana en el planeta, en sus mejores momentos, en sus máximas
cristalizaciones culturales, ha tenido siempre como carácter principal la
condición humana. Y, en efecto, ¿qué sería del hombre sin la ciudad?
Decía Platón,
en El banquete: "Pero de mucho más alta y la más bella forma del
pensamiento, es aquella que concierne a la ordenación de las ciudades y de todo
establecimiento, aquella, cuyo nombre es sin duda alguna, sabiduría práctica y
justicia! Y los teóricos católicos del Medioevo, en utopías, hicieron de la
ciudad un símbolo de la necesaria y perfecta organización humana en la tierra, a
semejanza con la perfectísima organización del cielo. Aún hoy, cuando se cita
la Polis griega, se quiere indicar con ello, la estructura urbana por
excelencia: origen y consecuencia de una extraordinaria civilización.
En efecto, es
preciso constatar que la estructura rural es de por sí incapaz de producir alto
nivel de civilización. Cuando se ha afirmado lo contrario, siempre se ha
contrapuesto al panorama no siempre feliz de la ciudad, el ideal bucólico, el
trabajo integrado a la naturaleza, la paz del campo, la supuesta sabiduría del
campesino. A pesar de todo lo que puede haber afirmado Tolstoi, el objetivo
real debe ser el de remodelar la ciudad, convertirla en un eficiente
instrumento de trabajo, en un centro siempre más efectivo de intercambio humano
y en ocasión desplegada, de formación de la personalidad. Proponiendo el
regreso al campo se ofrece una solución regresiva o, por lo menos, estática, a
un fenómeno esencialmente dinámico. Se desechan las grandes ventajas de la
estructura urbana, se le niega al hombre, con la invitación a la renuncia, la
suprema virtud de imponer el orden racional, en el caos.
Las grandes e
inmensas posibilidades de la ciudad, encerrada en la riqueza social de
contactos humanos que ella ofrece, no pueden, ni deben, abandonarse. Y es que
toda la historia nos ofrece el ejemplo de verdaderas constelaciones urbanas,
centros importantes de desarrollo cultural, de enseñanza, de poder político,
económico y religioso. La Polis fue modulada por la presencia del hombre en la
plaza del ágora, en los frescos patios de sus viviendas, a la sombra de los
templos monumentales, en el espectáculo del estadio. Roma es también la
"urbe", es decir, la ciudad por excelencia, y el romano levantaba
orgullosamente la cabeza al pronunciar la frase mágica: Civis romanus sum.
La ciudad
figuraba ya con carácter cosmopolita, de alta densidad y con problemas de
tráfico y anticipa con triste aunque gloriosa fama, la sordidez de la
especulación, los altos índices de hacinamiento y de crecimiento demográfico, y
también las grandes medidas de remodelación (recuerden el incendio de Nerón, el
tristemente célebre).
Después del
ventarrón renovador de las invasiones de los bárbaros, la ciudad se encierra en
la fortificación de las altísimas murallas, a la sombra amenazadora del
castillo. La supervivencia pasa a ser el eje de las preocupaciones colectivas.
La ciudad es protección de lo exterior. En una perfecta representación de la
estructura feudal, la maciza fortaleza dialoga con la vertical de la catedral,
cada vez más alta, cada vez más proyectada hacia la salvación, hacia la
perspectiva de otro mundo, de un mundo definitivo que albergue en la paz de la
contemplación del Ser Divino a los buenos, que han sufrido el terror y el mal.
Pero a medida
que los regordetes burgueses, animados, en la ciudad fortaleza, pasan a ser los
verdaderos ductores de la ciudad, y a medida que la estructura del Estado
feudal se transforma en la estructura del Estado Nacional, caen los muros del
encierro y comienza la expansión urbana. La artillería, recién inventada, acaba
con la ciudad agazapada detrás de sus murallas. La forma de la ciudad cambia al
compás de las innovaciones militares. El espíritu humanista infunde nuevo vigor
a la utopía. La ciudad ahora se ordena como si fuera un trazado de jardín, en
función de la ubicación de la basílica, donde hay un Papa. Cobra aliento, como
nunca, la búsqueda de la forma de la ciudad ideal, respalda por la rebeldía
humana del Renacimiento, porque, en efecto, donde hay conciencia primordial de
lo humano no puede faltar la esperanza, el ideal como tarea a realizar, el afán
por el arreglo ordenado del mundo.
En el siglo
XVIII, con el comienzo de la Revolución Industrial, la ciudad se extiende y
prolifera con el desorden caótico, que todos conocemos y que desde entonces
marca la realidad urbana. La libre iniciativa que, según sus teóricos, debía
elevar el bienestar colectivo al elevar el nivel de vida de cada uno de los
ciudadanos, condujo, en cambio, al desorden más colosal, a la anarquía total,
fomentando indirectamente la conciencia de la necesidad de intervenciones y
controles por parte de los poderes públicos, y creando directamente toda clase
de obstáculos e inconvenientes a la realización de tales controles.
Las ciudades
en que hoy vivimos, son herencia directa de aquella situación, con la salvedad
de que los problemas son cada vez más difíciles, más complejos, de mayor
envergadura, como consecuencia del vertiginoso crecimiento urbano, del
desarrollo de los medios de transporte, por el uso indiscriminado de medios
técnicos, cuya naturaleza es tal que puede revolucionar totalmente los ritmos
tradicionales de la vida del hombre.
Si el
reconocimiento de las grandes dificultades que cotidianamente se oponen al
trabajo racional del urbanista, puede reducir su confianza en la posibilidad de
lograr modificaciones sustanciales, también es cierto que es preciso no cejar
en el trabajo diario, en el trabajo de hormiga, minucioso y perseverante, en la
labor de corrosión de las estructuras y de las normas de conducta que respaldan
la corrupción de nuestras ciudades. Nada debe ser desperdiciado. Ninguna
oportunidad se dejará de aprovechar.
Se entablará
una lucha continua, hecha de pequeñas victorias, de acusaciones constantes, de
infatigables proposiciones, porque la verdad es que el urbanista, si así lo
desea, puede ser el mejor y más fiel defensor del habitante de la ciudad.
El urbanismo
contemporáneo es una disciplina que tiene como principal objeto la creación del
medio social y biológico más cónsono para lograr el bienestar físico y
espiritual del hombre. Trabajo moral y ético, más bien que uno de pura forma.
El urbanista debe crear un sistema que logre adelantar la civilización: debe
cuidar especialmente el esqueleto, es decir, la estructura que alberga y
protege a la comunidad urbana debe utilizar un sistema libre, flexible y
orgánico que traduzca tanto lo humano como lo social.
Hay que
recalcar que el urbanismo de hoy, como la misma arquitectura, se basa sobre un
ideal social y no formal. La ciudad no es un conjunto de casas, amontonamiento
de ladrillos, sino un fenómeno social, con gentes y grupos, cada uno con su
sensibilidad, su vida, su personalidad y su alma. Repetiremos el concepto
griego, acordes integralmente con ellos: "No son los muros que hacen las
ciudades, sino las gentes que viven dentro de esos muros". En la época
presente el urbanista debe luchar en pro de un nuevo equilibrio y actuar en
contra de las ciudades tentaculares y monstruosas, que se han multiplicado
desde el principio del siglo y han creado perturbaciones comparables a las
guerras.
El hombre
necesita de la ciudad para poder pensar, reunirse, trabajar o distraerse. El
médico actúa sobre el individuo, el urbanista actúa sobre los grupos humanos;
el urbanismo no es una forma clavada, no es una pieza de museo; es un organismo
viviente, y complejo. La ciudad es parecida a un organismo vegetal o animal:
tiene sus componentes que deben ser organizados como los propios órganos del
cuerpo humano. Una ciudad debe poseer una cabeza como también centros
nerviosos, debe poder también respirar ampliamente y disponer en ese sentido de
un sistema arterial adecuado, para que la sangre llegue a cada órgano, y les dé
vida.
En la
naturaleza, si las hojas de un árbol aumentan demasiado de tamaño, se pierde el
equilibrio; si el órgano de un animal crece demasiado, se pierde el equilibrio.
El urbanismo, si se dejan los órganos esenciales crecer libremente, o si nacen
formas parasitarias, si aparecen síntomas de arterosclerosis o de hipertrofia,
si se toleran formas cancerosas en algunos tejidos urbanos, se pierde más que
el equilibrio.
Continuando
con la comparación que es más exacta de lo que puede aparecer, entre ciudades e
individuos, recordaremos que la sangre debe llegar al corazón y a los centros
nerviosos y que las ciudades también mueren por asfixia.
El automóvil:
preocupación primordial del urbanismo de hoy, es el componente más importante
en la remodelación urbana.
Un transporte
congestionado no permite vivir, como un hombre no puede vivir, o vive mal, con
alta presión sanguínea: la lucha entre el hombre y la máquina es dura e
inflexible y exige un cambio radical en el arte de acondicionar el suelo.
Las calles
han sido llamadas las arterias de la ciudad y la sangre que las calles
transportan, es sangre viva, económica y social. En el organismo urbano, cuando
el corazón peligra, la circulación de la sangre está comprometida y cuando el
corazón late regularmente reparte vida y riqueza en los organismos.
La
circulación mecánica es un factor que hace imposible la vida en nuestras
ciudades, por lo que pedimos, con el urbanista Víctor Gruen, que el automóvil
sea destronado de su alto pedestal como símbolo de divinidad y sea utilizado
únicamente cuando se necesite sin interferir con mayores derechos que los seres
humanos.
Estamos
destruyendo todo lo que en materia de organismos urbanos se había creado.
Nuestra
sumisión es total ante este nuevo dios: ese ser mecánico superior. Aceptamos el
tránsito motorizado como si fuera inevitable, de la misma manera que aceptamos
el sol y la lluvia, el trueno y los terremotos, que son en realidad elementos
superiores y no como el automóvil, que es y debe ser un subordinado.
Devastaremos los centros de nuestras ciudades y así destruiremos toda forma de
organización urbana, pues no podemos ser urbanizados y motorizados.
El sistema
circulatorio no es suficiente para crear un verdadero tejido urbano. La ciudad,
como el edificio, está compuesta de materia y espíritu, debe poseer
sentimientos espirituales, manifestaciones culturales y tradicionales. El grupo
social debe poseer un cerebro que está representado por el centro cultural y un
corazón que es la plaza pública; tenemos que despejar y vitalizar los centros
vitales y los corazones, los cuales deben poder respirar y hacer su voz y
anhelos a toda la ciudad.
Pero, ¿por
qué tipo de ciudad lucharemos? ¿Cuál será la ciudad de nuestros hijos? ¿Cómo
queremos que ella sea?
Tomando como
referencia las realizaciones y los proyectos más importantes de los últimos
cien años, en el aspecto de la forma urbana, podríamos afirmar que las
perspectivas actuales se dividen en dos grandes tendencias: la que considera a
la ciudad como un monstruo, como un elemento de perversión, como una
manifestación de decadencia de la civilización, y la que afirma que todas las
virtudes de la civilización radican en la ciudad. La primera, de clara
derivación spengleriana, ofrece la solución de diluir a la ciudad, sembrando
casitas, millones de casitas, en el campo, con un proceso parecido a una
parcelación total de la superficie de la Tierra. La otra, en cambio, propone
concentrar aun más la población en la metrópolis y sueña con gigantescas
ciudades de inmensos rascacielos. Para la primera, el ideal más alto es el del
jardincito familiar; para la segunda, es el de la ciudad monumental.
Pero, si es
cierto que polarizamos al máximo, pueden así condensarse las opuestas
posiciones, también es cierto que cualquier teoría cuando es manejada por
grandes creadores, se transforma en organismos de otra calidad, donde los
propios valores de la creación redimen, por así decirlo, los errores o las
impropiedades de los contenidos. Tal es el caso, por ejemplo, de Wright y de Le
Corbusier y de sus planos respectivos, el de Broadacre y el de la Ciudad
Radiante.
Fue el inglés
Ebenezer Howard quien, siguiendo el ejemplo de Jean Jacques Rousseau, predicó
el retorno a la naturaleza; la necesidad de abandonar a su propio destino a la
ciudad decadente ya caótica y de buscar en el campo, mediante la famosa fórmula
de la ciudad-jardín, la felicidad y la armonía. Y hay una relación directa
entre las afirmaciones de Howard y la obra de Wright, quien demostró a lo largo
de toda su vida, un odio muy marcado hacia las metrópolis.
Recuerdo, a
este propósito, que hace ya muchos años, durante un seminario en la Universidad
de Princeton, convocado para discutir los problemas de las grandes
concentraciones urbanas, le tocó hablar de último, precisamente, al gran
maestro americano y a la pregunta: "¿En qué modo podríamos salvar la
ciudad?", contestó: “La única manera de salvar a las ciudades es
abandonarlas y retirarse al campo, en medio de la naturaleza".
Es esta, en
el fondo, la solución que adoptó en su proposición urbanística: "Un acre
para cada ciudadano", como decía él. Broadacre City es una solución de una
densidad tan baja, que puede afirmarse seriamente que con ella Wright disuelve
el fenómeno urbano en fenómeno arquitectónico: desaparece la ciudad; la
arquitectura de la casa individual sustituye el espacio urbano. Según su
teoría, la multiplicación y variedad de los medios de transporte y la relativa
independencia de la industria moderna, de la zonificación geográfica, han
reducido a cero la función de la ciudad. Asegura Wright que, así, el contacto
permanente con la espontaneidad de la naturaleza, con el cielo, con el verde,
con el ritmo eterno e inmutable de las estaciones, por fin será devuelto a los
hombres, en su entera, original pureza. Perdidos en el seno de la naturaleza,
aunque naturalmente bien dotados de neveras, lavaplatos y televisores,
volveremos a sorber el eterno encanto de lo agreste.
Le Corbusier,
en cambio, es el representante de los que con orgullo se emocionan frente a la
potente imagen de la gran ciudad. Por la densidad y riqueza del inmenso
patrimonio cultural que ella contiene, por ser ella la mejor manifestación del
largo afán humano en pos del progreso, de la felicidad, del bienestar: la
ciudad, como monumento a las aspiraciones puramente humanas, es el objetivo
máximo de las preocupaciones de Le Corbusier. Este objetivo, sobre todo en los
primeros proyectos, es tan exclusivo que lo conduce a configuraciones
gigantescas, a proposiciones totalmente opuestas, a afirmaciones polémicas,
como aquella famosa de que los rascacielos de Manhattan son demasiado pequeños.
El orgullo humano por el producto del trabajo humano, si bien es un elemento
adquirido y permanente de toda civilización, sin fines trascendentales, lleva
fácilmente a muchos de sus imitadores a perder de vista la misma noción de
organismo urbano que como tal debe poseer límites y condiciones.
Las teorías
de Wright y de Le Corbusier, por supuesto, no son las únicas. Son más bien las
últimas de una larga cadena. Hay también muchas realizaciones que deben
interesarnos si queremos responder a la angustiosa pregunta de cómo será la
ciudad del mañana. Tales realizaciones se destacan por ser sumamente parciales,
fragmentarias, momentáneas. Pero casi siempre son interesantes, porque pueden
anunciar eficazmente aspectos de la nueva ciudad.
La Siedlung
alemana de los años 30, por ejemplo, es una de las primeras realizaciones
concretas del urbanismo racionalista, ligada a una concepción muy estricta de
los valores de función, zonificación, de orientación, pero donde todavía falta
un sentido adecuado de la valorización del espacio interno urbano y donde
todavía no se ha llegado a comprender que todo desarrollo de viviendas debe
constituir una unidad integrada por todos sus servicios.
La
planificación de Stalingrado y Magnitogorsk se basa en los principios de la
ciudad lineal, esbozados en los primeros ensayos de Soria y Mata y
desarrollados luego por Lubetkin y el mismo Le Corbusier. En ellas se enfoca a
la ciudad como una verdadera herramienta de producción y se plantean los
problemas en términos totalmente nuevos, de genuina planificación funcional.
Después de la
última guerra, aumentan los ejemplos interesantes: comienzan a ser corrientes
las proporciones y realizaciones del llamado urbanismo orgánico. Éste trata de
compactar, de integrar las distintas funciones urbanas, fundándose para ello en
analogías con la morfología natural. Mantiene así las clasificaciones zonales y
sus especializaciones, pero procura evitar las separaciones mecánicas, las
diferenciaciones esquemáticas, de corte teórico. Se habla de arterias, de
pulmones, de organismos vivos, de células, de corazón de la ciudad. Se produce
entonces todo un proceso, de búsquedas y de investigaciones que acercan sin
duda a una concepción real del fenómeno urbano, fomentando así soluciones menos
abstractas del mismo.
De
Inglaterra, con el plano de Londres y la construcción de las new towns, viene
otro impulso. La calidad de las nuevas ciudades, en el terreno formal, no es
excepcional, pero ellas aportan una experiencia muy fecunda que podrá deparar,
a la larga, grandes éxitos al urbanismo inglés.
En los países
escandinavos, por fin, las transformaciones urbanas se concretan en sólidas
imágenes arquitectónicas. Las nuevas ciudades satélites reciben una
conformación no realmente urbana y en algunos casos, dentro de cierta economía
de medios, alcanzan a ser soluciones ejemplares.
En general,
la situación actual del urbanismo es contradictoria. Y es ésta una
contradicción muy peculiar. En algunos países socialistas, donde no ha
limitaciones a la planificación, donde no existen obstáculos de ninguna clase a
nuevos planteamientos radicalmente originales; ciertas condiciones culturales
muy específicas, no han logrado imponer, hasta ahora, por lo menos la
traducción de esta completa libertad de planificación, en organismos
verdaderamente modernos de gran alcance, limitando la producción a ambiguas
imitaciones de los viejos esquemas de Haussmann. En cambio en países
capitalistas, donde se hacen serias proposiciones y ejemplos concretos de gran
valor revolucionario desde el punto de vista de los valores formales y donde
grandes maestros han dado vida a proyectos memorables, la fuerza del caos y de
los intereses creados impide la realización de tantos proyectos.
Ahora bien,
si abandonarla, además de constituir una renuncia, una abdicación a los poderes
racionales del hombre y a toda la herencia cultural urbana acumulada a lo largo
de los siglos, es también una proposición utópica e irreal, y si la exaltación
de la ciudad conduce a la megalomanía, a la tecnocracia, a las visiones
descomunales de los futuristas, igualmente utópicas, ¿Dónde está la salida?
¿Qué solución adoptaremos? ¿Nos aliaremos simplemente a uno de los dos bandos
opuestos? ¿O nos acogeremos al inocente y siempre neutral término medio? Mi
opinión es que la cuestión está mal planteada.
La forma de
la ciudad, su estructura, su misma supervivencia, no puede ser objeto de
estudio, de análisis, de proposiciones, sin tomar en cuenta con todo el peso de
la ponderación consciente, el hecho de que la ciudad es siempre reflejo cabal
de la civilización que la crea. Proponer un esquema de ciudad equivale por lo
tanto a proponer un esquema de sociedad. Cuando Wright imagina su parcelación
universal, su urbanización antiurbana, propone también una estructura social
que guarde todas las atribuciones individuales de la sociedad industrial en
formación, de su mocedad, conjugadas con los aportes del progreso posterior.
Asimismo, cuando Le Corbusier propone su "Villa Radiosa", está
concibiendo también una sociedad todavía clásica con empaque de racionalismo
cartesiano. Independientemente del juicio que podemos dar de ambas
proposiciones, debe quedar claro el principio de interdependencia entre
sociedad y fenómeno urbano. Planteado así el problema, la discusión no versará
en torno a cómo debe ser la ciudad o a cómo será la ciudad del futuro, sino a
cómo debe ser la sociedad o a cómo será la sociedad del futuro.
Es posible,
sin embargo, que nosotros, en virtud de deformaciones típicas de nuestra
profesión, optemos por otro camino, a mi juicio, igualmente eficaz. Nuestra
capacidad de imaginación, constantemente ejercitada sobre los problemas
diarios, nos permite establecer una serie de paradigmas urbanos, una serie de
reivindicaciones urbanas: hace falta seguir fortaleciendo la cultura y esta no
puede dejar de ser urbana. No existe técnica de las comunicaciones de masa, de
las llamadas mass media, que pueda sustituir la multiplicidad, la riqueza, la
variedad de contactos humanos que ofrece la ciudad. Por eficaces y rápidos que
sean, los transportes no pueden justificar la irracionalidad de ubicación de
las funciones. Por hermoso y sano que sea, el paisaje del campo no podrá borrar
siglos de paisaje urbano. La misma democracia, en cualquiera de sus acepciones,
exige permanencia y periodicidad de contactos humanos. Igualmente, no está
demostrado que los nuevos medios de producción tengan un rendimiento más alto
si se separan, se aíslan totalmente del tejido urbano. Precisamente, la nueva
concepción de la fábrica-limpia, instrumento no sólo de producción sino también
de creación, en función del trabajo creador a desarrollarse en el tiempo libre,
incrementa las convicciones, de muchos, de que ni los graves males y defectos
de la ciudad actual, ni las posibilidades de evasión de las nuevas técnicas,
conducirán necesariamente al asesinato de la ciudad.
Hoy día,
todos los economistas y sociólogos están de acuerdo en que la separación, la
diferenciación existente entre la ciudad y el campo deben desaparecer. Las
evidentes diferencias sicológicas, culturales, productivas y políticas, entre
el ciudadano y el campesino, deben desaparecer. ¿Lograremos borrar tales
diferencias transformando el campo en una inmensa urbanización? ¿O con miras a
los altos rendimientos agrícolas que la ciencia y la técnica nos prometen,
podremos mantener un grado razonable de concentración con todas las ventajas
que ella ofrece? En todo caso, no cabe duda de que la redención de la ciudad y
la transformación del campesino pasan necesariamente por la vía de la
industrialización y por lo tanto de la planificación.
Probablemente
todos estaremos de acuerdo con éstas dos palabras mágicas: industrialización y
planificación. Pero el problema en verdad radica en los medios más oportunos
para lograr una planificación efectiva y una industrialización real.
Ahora que al
hombre se le abre un camino excepcionalmente fecundo de riqueza y de
posibilidades, ahora que la técnica y la ciencia permiten por fin acceder a
altos niveles, debemos esforzarnos y trabajar para que se haga de ellas el uso
más conveniente en este momento crucial de la historia.
La ciudad,
hay que reconocerlo, ha llegado a un momento difícil de su larga historia y su
estructura no responde ya en forma adecuada a las necesidades humanas y
sociales y a nuestra manera de pensar y de vivir. No existen más las ciudades
como las que siempre hemos conocido, pero tampoco aparecen las nuevas, que sean
imagen fiel y sincera de nuestra joven civilización.
Si no existen
más ciudades, como hemos recalcado, es porque han dejado de cumplir sus principales
objetivos como son los de fomentar y facilitar los contactos y armonías entre
los hombres, elevar el nivel cultural y crear en toda su plenitud la felicidad
humana. Quizás ellas, como dijo el urbanista inglés Richards, sean ya concepto
anticuado y tendríamos necesidad de crear otros organismos que faciliten y no
obstaculicen el contacto social.
Todo lo
humano, dijo Haecker, obtiene su logro y cumplimiento en las ciudades: todo lo
grande, en lo bueno y en lo malo, se realiza en ellas; tanto Babilonia como
Jerusalén, Cartago o Roma, fueron escenarios indiscutibles de los mayores
fenómenos históricos de la humanidad.
Señoras,
señores:
Creo todavía en la
ciudad, no podemos prescindir de ella; es necesaria, imprescindible e
inevitable. Aún en nuestra época llena de dudas y de confusión, todavía nada es
mejor que ella, para inspirar los vocablos de entendimiento mutuo, de
concordia, de esperanza y de fe y atenuar, aunque sea en parte, las
discrepancias, las controversias y las luchas estériles que todavía separan a
los hombres.